Orden dentro del desorden: circulación de libros de derecho en Nueva España, 1585–1640

[Order within Disorder: The Circulation of Legal Books in Colonial Mexico, 1585–1640]

Idalia García Universidad Nacional Autónoma de México pulga@iibi.unam.mx

»Con un poco de tuerto, llega el hombre a su derecho«
Juan de Mal Lara (1568)

Entre circulación de libros y saberes jurídicos

La circulación de saberes entre Europa y el territorio americano constituye una característica de los procesos de intercambio cultural que definieron la primera globalización que se inició en el siglo XV. Saberes que prácticamente fueron depositados y transmitidos en forma de libros, manuscritos e impresos, y cuya circulación consolidó redes de intercambio mercantil e institucional de grandes dimensiones fortaleciendo a comunidades de interpretación en todos los territorios americanos durante el periodo colonial. Pese a todos los desastres bibliográficos, esos libros constituyeron una herencia y heredad bibliográfica para las nacientes naciones del siglo XIX; ella es también la base de una construcción cultural y jurídica que todavía define el orden social en América Latina. Sin embargo, la circulación de libros jurídicos es una temática aún poco explorada en los estudios históricos del derecho, a pesar de la atención puesta en las formas mediante las cuales tales libros »penetraron« en los territorios americanos.1

De ahí la finalidad de esta reflexión: mostrar otro enfoque que contribuya a la historia del derecho desde la historia de los libros.2 Ciertamente, no es novedad analizar listas de libros de la América española para determinar las temáticas que circularon. Lo que no se ha considerado es el proceso o trámite que explica las fuentes, en este caso inquisitoriales, para comprender a través de éstas el uso y la finalidad de los libros. Estas relaciones permiten rastrear algunas ediciones de la literatura legal que circularon en territorios americanos como la Nueva España y, así determinar el tipo de impacto que éstas tuvieron en la sociedad de su tiempo. Es decir, el número de veces que una obra (o la edición de la misma) se encuentra presente en la documentación histórica, así como el lugar en el que fue registrada, ya sea una colección particular, institucional o su presencia en el mercado libresco.

Esta es una condición que prácticamente no se aborda en ciertos estudios históricos, porque han prevalecido las consideraciones negativas sobre la documentación que contiene registros de los libros del pasado, ni tampoco se ha prestado suficiente atención a las formas de los registros. En cierta manera, no hemos analizado esas formas de registro de los libros en la documentación histórica ni las razones que explican esos registros como una práctica cultural de su época. Ciertamente, la mayoría de estudios dedicados a los libros que circularon en el pasado se ha realizado sobre inventarios post mortem.3 Estos instrumentos sucesorios, elaborados después del fallecimiento, enumeran libros de forma breve (autor y título o sólo el título), debido a la finalidad que tenían: la transmisión de la heredad en términos económicos.

En efecto, la circulación de los libros ha cobrado atención para la historia del libro que se escribe en México y España, pero no en las que corresponden a las investigaciones dedicadas a la literatura jurídica que suelen resaltar a los autores, corrientes de pensamiento y obras más que a las ediciones en circulación. Encontrar títulos relacionados con la literatura jurídica en documentos del México colonial, no es una tarea complicada con las ventajas tecnológicas que ahora tenemos, como catálogos institucionales, de proyectos y bibliotecas digitales. Empero, requerimos determinar qué estamos buscando para no perdernos en esa balumba de datos que pueden ser las memorias de libros.

Los estudios de historia del derecho que nos preceden no definen qué se entiende por esta |literatura, por tanto, no contamos con un concepto claro de literatura jurídica ni tampoco acerca de qué es un libro de derecho en la época de los impresos antiguos. No obstante, en esos textos ambos conceptos son usados como sinónimos de una misma idea. Pero acaso autores como Castillo Bobadilla, Leonardo Lessi, Luis de Molina y Domingo de Soto, ¿contaban todos ellos con una misma concepción de justicia? Seguramente no, porque la aplicación de la justicia en diferentes ámbitos (real, eclesiástica o inquisitorial) daba sentido diferencial a sus usos sociales y a su comprensión entre los diferentes estamentos de una sociedad. Ciertamente, reflexionar sobre la justicia (que bien podría ser idealizada) en un texto, no necesariamente se correspondería con la práctica jurídica que veían los letrados de las Audiencias o del Arzobispado, por citar algunas instituciones de la época.

Como lo demuestran numerosos testimonios históricos, todos esos autores mencionados (y varios más) circularon en la Nueva España y en otros territorios de la América española, también porque en ese vasto territorio los letrados debían ser hombres de letras y de libros.4 Por eso, el Derecho ha sido uno de los grandes temas de interés en el estudio en la cultura escrita en la Nueva España como otros (v.gr.los libros de caballería o las obras de un predicador famoso como Antonio de Vieyra), en detrimento de temáticas quizá más mundanas como los libros de cocina o los de estilos de cartas que, en cierta manera, también ordenaron una parte del mundo cotidiano. Así, entre los textos dedicados a la literatura jurídica o temática jurídica, nos enfocamos en un tipo de obra,5 la literatura jurídica que había en cierto territorio, las obras del Derecho Indiano,6 el impacto de un autor reconocido,7 entre otros más. Tal caleidoscopio de enfoques hace el problema de estudio más complejo de lo que parece, porque debemos intentar definir ciertos conceptos básicos para el análisis de ese mismo objeto.

Ahora bien, esas obras también comparten el uso de expresiones como »libros de derecho«, »literatura jurídica« y »literatura normativa« para referirse una circulación especializada de saberes. Por lo mismo, no está del todo claro a qué se refieren cuando se escribe genéricamente sobre estos libros o tipo de literatura desde la Historia del Libro. Así, acercarnos a los libros de derecho o a la idea de libros jurídicos desde esta disciplina puede resultar problemático sin definir ciertas coordenadas culturales necesarias.8 En efecto, podemos acercarnos a la idea de ciertos libros de derecho en el Antiguo Régimen a través de los autores clásicos o más representativos,9 quienes constituyen las fuentes de conocimiento del derecho,10 de las lecturas recomendadas por un profesor universitario,11 según la forma material de los impresos,12 según su vinculación con la resolución de problemas cotidianos (literatura pragmática),13 entre otras propuestas. Empero, todos estos acercamientos requieren contrastar sus resultados o interpretaciones frente a los libros de otras disciplinas (respecto a la materialidad) o, si esas lecturas ya identificadas se corresponden con los textos que había en las colecciones de un catedrático universitario y en la de un letrado dedicado a la praxis jurídica.14

No contar con un concepto claro es un problema pero no una imposibilidad para emplear algunas estrategias que permitan comprender qué clase de libros eran considerados en la temática del »Derecho« o que conformaron esa idea de literatura jurídica o normativa. Esta condición no cambiaría la idea de identificar aquellas obras que contribuyeron a construir un orden social en los territorios del Nuevo Mundo. En este tenor, el Virreinato de la Nueva España resulta idóneo para este tipo de estudio, no sólo por su extensión geográfica sino por las particularidades de las culturas indígenas autóctonas.

Ciertamente los españoles rechazaron algunas ideas religiosas de estas comunidades por cuestiones que parecen obvias (politeísmo, sacrificios humanos, bigamia), y de ahí la destrucción de sus libros. Empero, los misioneros de varias órdenes reconocieron valores e ideas en las prácticas culturales de ciertos grupos precolombinos, y esa realidad transformó su propia idea de mundo. Tal |contraste entre culturas posibilitó que, tanto órdenes religiosas como autoridades coloniales, escribiesen e imprimiesen nuevos libros para crear una red de conocimiento que soportó y contribuyó al diseño del orden social de las colonias americanas.15 Este es un conocimiento que se aprecia claramente en las colecciones bibliográficas, como un reflejo del uso que hacía de los libros, en las órdenes religiosas, los funcionarios de la época (de la Corona, el Arzobispado y la Inquisición), tanto como en aquellas personas de diferentes estamentos y con acceso a los libros. En efecto, los testimonios históricos evidencian una circulación de libros con mayor impacto social del que suponíamos y aplicable a muchas temáticas de la época.

Libros de derecho, literatura jurídica o literatura normativa: tras el rastro de un objeto complejo

Entre los países latinoamericanos que fueron territorios de la América española, México es más afortunado en la conservación de documentos históricos coloniales. Y en esa riqueza documental existen numerosos y diferentes testimonios que evidencian la presencia de libros y, por tanto, ayudan a entender la circulación de saberes en un tiempo y geografía específicos. Ciertamente, la mayoría de estos testimonios están relacionados con procedimientos del tribunal del Santo Oficio o, en cierta manera, relacionados con esta institución. Son testimonios históricos que se conocieron básicamente a través de transcripciones publicadas en dos ediciones del Archivo General de la Nación (AGN) en 1914 y 1939.16

Ambas ediciones mexicanas formaban parte de un proyecto divulgativo de este repositorio, el cual lamentablemente no tuvo el seguimiento que se deseaba. Pese a esto, nadie imaginó el enorme impacto que ambos libros tendrían para explicar la cultura de los libros en la Nueva España. Empero, un conjunto de esos documentos publicados fueron interpretados erróneamente y, en consecuencia, valorados negativamente en todo su potencial informativo para comprender las dinámicas de la circulación de saberes. Por razones difíciles de precisar, esos documentos no fueron relacionados con los libros, impresos y manuscritos, que heredamos de ese mismo pasado virreinal. Una geografía cultural cuyas evidencias son de una enorme complejidad con múltiples interpretaciones y desde diferentes enfoques.

Gradualmente conocimos más documentos coloniales, pero no consolidamos una corriente de estudio sobre esa cultura del libro, como sí se generó en otras latitudes (Francia, Italia o España, por ejemplo). Ese conjunto de fuentes históricas, donde está la noticia de libros en Nueva España, tampoco suscitó el interés por caracterizar y diferenciar la naturaleza de los testimonios como reflejo directo de ciertos procedimientos novohispanos. Lo anterior retrasó comprender la consecuente relación que existe entre todos estos testimonios que, en conjunto, permiten comprender a las comunidades de interpretación y sus correspondientes dinámicas de consumo libresco. Entendemos aquí por comunidad de interpretación aquella formada por quienes comparten ciertas prácticas culturales.

En materia de libros dicha comunidad, denominada por los historiadores como »gentes del libro«,17 estaría compuesta por personas con capacidad de lectura y de escritura, como impresores, escribanos, maestros de letras y de escritura, pendolistas, operarios de prensa, mercaderes de libros, libreros, bibliotecarios, encuadernadores, lectores e incluso inquisidores. Esta comunidad puede ayudarnos a identificar la red que producía, movía y consumía esos libros de derecho en la Nueva España, tarea que evidentemente requiere conocer o identificar cuáles eran los autores de esos libros y los títulos de sus obras, y cuáles no lo eran.

Como hemos dicho, los »libros de derecho« en el Antiguo Régimen conforman una categoría desarrollada y usada para entender a ese conjunto libresco como una manera de solventar cierto problema de investigación histórica. Así, básicamente podemos entender en esa literatura especializada estos libros como aquellos que eran útiles para el trabajo del jurista, pero ello también aplicaría para los libros producidos por éste. Empero, |no podemos referimos aquí únicamente a esos individuos que estudiaban o »professaban las leyes«,18 sino también a quienes empleaban cualquier libro normativo en el ejercicio de su oficio, fuese este religioso o civil.

Ahora bien, encontramos dos tendencias en la caracterización de historia del derecho. Una reconoce que esa categoría estaba formada por los libros empleados en la formación universitaria de estos juristas. La otra se conformaba por aquellos libros que eran parte sustancial en su práctica jurídica, los denominados pragmáticos. Entre ambas tendencias siempre habrá correlación, pues los juristas se formaban en universidades y, por tanto, parte de esa literatura les acompañaría en su desarrollo profesional, ya fuese como juez, profesor de derecho o en la abogacía, entre otras. En esa literatura estarán representados tanto el derecho civil y el derecho canónico, como el conocimiento imprescindible para el ejercicio de la profesión jurídica.19 Estos libros del »letrado jurista«,20 arribaron a la América española desde el siglo XVI, no solamente acompañando a los juristas egresados de universidades sino también a otros oficiales de la administración colonial y a todos los religiosos. Todos ellos son libros que se pueden documentar en testimonios históricos, tanto bibliográficos como documentales.

Ahora bien, ¿podemos trazar el rastro de esos libros para contribuir a una definición más cercana a este producto librario? Sin duda, pero estaremos en la misma línea de pensamiento que resuelve sólo una pregunta de investigación: ¿qué libros tenía y usaba un jurista novohispano? Una respuesta que ya han dado con anterioridad autores como Malagón Barceló, Barrientos Grandón o Luque Talaván. Respecto a sus interpretaciones, es pertinente ahora reflexionar sobre las fuentes históricas de las que extrajeron la información sobre la literatura jurídica y los libros de derecho en la Nueva España. Malagón, en principio, empleó las listas de libros publicadas por Edmundo O’Gorman en el Boletín del Archivo General de la Nación.21 En dicha edición se publicaron 35 documentos de diferente naturaleza, donde se da noticia de libros circulando en el territorio novohispano entre 1585 y 1694.

La mayoría de estos testimonios documentales responden a procedimientos inquisitoriales para el control de libros pero están más representados libreros y mercaderes. Según los inquisidores, estos conformaron el grupo social de mayor riego porque estaban a cargo de los mecanismos de abastecimiento de libros (permitidos y prohibidos) para cualquier persona residente en el territorio. Entre estos libreros se encontraban Simón de Toro, Hipólito de Rivera, Francisco Rodríguez Lupercio y Paula de Benavides, quienes estaban obligados desde 1612 a entregar anualmente relaciones de sus libros en venta al Santo Oficio.

Los otros documentos de la compilación de O’Gorman están relacionados con lectores o personas con posibilidad de lectura. Estos son: Juan de Luyando (1585), Francisco de Omaña quien declaró ser escribano público (1614), Diego González Batres (1614), el mercedario Gregorio de Cartagena (1614), el cura Fernando Rodríguez de Figueroa (1614), Gabriel de Vega (1616), Simón García Becerril (sin fecha), el presbítero Manuel Correa (1621), el jesuita Francisco Bello (1660), el franciscano Martín del Castillo (1660), Juan de Oviedo y Córdoba (1660) y el Capitán Joseph de Estrada (1661). Ninguna de estas personas fue oidor, fiscal, abogado, bachiller o »letrado jurídico«, exceptuando el escribano quien formaba parte de esos practicantes del derecho22 como lo prueban las cinco obras del derecho de su colección.23

Por su parte, Barrientos Grandón incluyó en su estudio sobre la literatura jurídica, además de la información de O’Gorman y en consecuencia la misma de Malagón, a otras bibliotecas institucionales de la Nueva España: el Colegio de San Pedro y San Pablo de México, el Real Colegio Seminario Tridentino de México, el Colegio Real y más Antiguo de México y los conventos franciscanos de Luis Gómez Canedo. Entre las colecciones privadas que este autor empleó para su estudio, hemos podido identificar las siguientes:

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Como se puede apreciar, entre estas colecciones personales analizadas hay pocas bibliotecas de juristas, a diferencia de las colecciones de oidores, abogados y fiscales que se incluyeron para Argentina, Chile y Perú. Por su parte, Luque Talaván trabajó con fuentes de diferente naturaleza: algunas bibliográficas (incluyendo la citada de O’Gorman), cajones enviados a América, listas de libreros, inventario de bienes de difuntos, »inventarios de bibliotecas – conventuales, particulares y públicas – [que] se guardan en el Archivo Histórico Nacional (Madrid), en el Archivo General de la Nación (México), en el Archivo General de la Nación del Perú y en la Biblioteca Nacional del Perú«.24

Lamentablemente, Luque no especifica en este enorme esfuerzo cuáles fueron esas bibliotecas institucionales y privadas que analizó para que podamos diferenciar entre las colecciones de juristas y las correspondientes a los prelados incluidos como obispos y arzobispos. Ahora bien, si la noción sobre la circulación de libros de derecho en el territorio novohispano no se basó exclusivamente en los libros de juristas, ¿podemos decir que entre las bibliotecas de prelados y letrados había más similitudes que diferencias? Entonces, ¿cuáles |fueron los libros que diferenciaron a las colecciones de letrados en la Nueva España? ¿Estas colecciones respondían necesariamente a las necesidades profesionales del oficio o el cargo?

Tal planteamiento no es una ociosidad pues debemos pensar en las bibliotecas de oidores, fiscales, abogados, alcaldes, corregidores y bachilleres en leyes, escribanos y notarios como oficiales de la justicia en la América española para definir mejor los libros de derecho. Ciertamente, el contenido de dichas colecciones probablemente no cambiará demasiado la nómina de autores y obras jurídicas identificadas con anterioridad. Pero su inclusión contribuirá a delinear mejor la geografía cultural de los libros de derecho que estaban presentes en el virreinato novohispano. Debemos recordar que estos libros no estaban aislados, sino que conformaban un universo de conocimiento interrelacionado con otras disciplinas. La biblioteca de cada jurista era un universo conceptual y personal, que no estaba constituido exclusivamente por literatura normativa. No debemos olvidar los otros libros, porque también ayudan a comprender el uso que cada letrado daba a esas obras en su vida y práctica cotidiana.

Otras fuentes y otras miradas: las ediciones jurídicas en circulación

Intentar circunscribir la esfera de la literatura normativa, desde los aspectos materiales como lo hace la Historia del Libro y a partir de los contenidos como puede hacerlo la Historia del Derecho, no es en absoluto un asunto »trivial«. Por el contrario, comparto el que el trabajo conjunto entre ambas disciplinas puede ser un »campo prolífico para más investigaciones y reflexiones«.25 Por eso, queremos presentar una mirada desde la cultura escrita para apuntalar una noción sobre los libros de derecho. Quizá así podremos obtener propuestas de mayor consenso, que reconozcan o atribuyan autores, obras y ediciones, como objetos materiales producidos desde el derecho canónico y civil y relacionados con alguna escuela de pensamiento como la de Salamanca.

Nuestra mirada está interesada en la circulación de la literatura normativa entre 1500 y 1861, porque incluye las fechas de fundación de las primeras ciudades en la América española y el cierre definitivo de las bibliotecas de las órdenes religiosas que estuvieron activas durante el periodo colonial novohispano. Estas últimas cerraron con la exclaustración de 1861 y representan la base del legado bibliográfico en la mayor parte de los países de la región latinoamericana. Legado bibliográfico que se conserva principalmente en las bibliotecas nacionales, aunque el saqueo y la dispersión de las colecciones que se dio durante la segunda mitad del siglo XIX produjo que algunas piezas se integrasen a repositorios extranjeros.

En México existen todavía numerosas fuentes bibliográficas y documentales que no han sido consideradas en cualquier estudio sobre la cultura escrita de la Nueva España. Estas también son útiles para abordar la reflexión sobre los libros de derecho o la literatura jurídica. Recordemos que nos referirnos a esos libros que usaban quienes »profesaban« las leyes en el periodo virreinal, lo que incluía a aquellos que debían haber pasado por las universidades pero también a quienes participaban en la práctica jurídica y habían sido formados en otras opciones educativas.26 Es decir, pensamos en documentar más que a los libros del letrado. Nos interesan los libros de todo oficial o funcionario que haya trabajado en alguna materia del derecho en la administración colonial. Por tanto, aquí descartaremos las colecciones de los prelados, que ya han sido empleadas en estudios anteriores, pero no los libros del derecho canónico que se encuentren en las bibliotecas de tales oficiales mencionados.

Para conocer estos libros también podemos acercarnos desde otros enfoques que queremos proponer. Uno, pretende seguir caminos del pasado y recuperar los libros considerados en la temática jurídica, desde los inventarios impresos que se hacían para la venta de una colección. En este rubro debemos destacar aquellos que se asemejen al inventario del Consejero Real Lorenzo Ramírez de Prado,27 que se organizó en diferentes disciplinas entre las que se encuentra: »Libros de juristas«. Dicha categoría está dividida en dos grupos coincidentes con la formación del jurista: Derecho civil y canónico.28 Y después se divide en cinco clases: 1)‍‍‍ Derechos, Civil y Canónico, Interpretes, Lectu|ras, Tratados y Materias; 2) Consulentes y responsos, 3) Decisiones de Rota y otros varios Tribunales, 4) Políticos, Económicos y Epístolas Familiares; y 5) Apologías, invectivas e informaciones en Derecho.29

Lo interesante de este inventario y, especialmente su utilidad, es que los registros tienen todos los datos para identificar las ediciones de esas obras y autores. Incluso algunas abreviaturas coinciden con la que se empleaba en documentación histórica: »Felicianus de Vega Relect. in 2.decreti Limae 1633«,30 por lo que ayuda a identificar obras registradas con menor información en otros testimonios históricos: »Vega Relectiones Canonice«,31 pero no permiten apuntar la edición. Una información similar puede extraerse de catálogos de libreros,32 memorias de estos mismos entregadas a la Inquisición como las que se encuentran en O’Gorman,33 que afortunadamente no son las únicas conservadas;34 además contamos con inventarios y catálogos de bibliotecas institucionales de conventos, colegios, noviciados y otros institutos en la Nueva España.35 En todos los casos, distinguimos aquellos testimonios que organizan temáticamente su contenido.

Existe también otro tipo de listas de libros que tienen las mismas características y quizá más de lo que suponíamos. La más importante diferencia que encontramos en estas listas es que fueron hechas por personas en el transcurso de su vida, a diferencia de un inventario post mortem. Tal condición condujo a comprender mejor el proceso inquisitorial del que fueron parte y que no se tenía estudiado. Este proceso de revisión comenzó, aparentemente, cuando el tribunal novohispano dio inicio a sus actividades; por eso contamos con testimonios desde fines del siglo XVI y hasta 1716 con datos excepcionales sobre las ediciones en circulación de la época. Esta es una realidad ya incuestionable: la mayoría de los testimonios históricos que dan prueba de la presencia de libros en el Virreinato de la Nueva España están directamente vinculados con el Santo Oficio de la Inquisición.

Estas son evidencias producidas entre el siglo XVI y el XVII, para cumplimentar un ordenamiento inquisitorial que buscaba controlar la circulación de los libros prohibidos y hacer la expurgación de los libros que así lo requiriesen. Hasta 1612, ese ordenamiento incluyó a lectores, libreros y mercaderes de libros quienes debieron entregar relaciones de libros cuando los inquisidores lo requirieron. Después de esta fecha, el control se siguió implementando pero enfocado más a lectores de todos los estamentos. Tales listas, denominadas »memorias« en la propia documentación, son interesantes por dos cosas: una, como testimonio de la circulación de la literatura normativa en este territorio; otra, es la presencia de un canon bibliográfico entre la gente del libro a la que nos hemos referido.

Resulta importante reconocer esta característica frente a la valoración negativa que tienen las listas de libros en la investigación histórica mexicana. En efecto, siempre se les ha considerado indescifrables por la escasa información bibliográfica que aportan. Sin embargo, tal apreciación se hizo basándose en testimonios que ofrecen datos básicos: »Autos acordados del Consejo«,36 que por ello pueden representar un problema de identificación. Además para dicha apreciación, por extraño que resulte, no se consideraron otras evidencias que tenían más datos sobre libros en circulación y que ya se conocían: »Fr.Alfonsus a Castro. De Potestate Legis Penalis. Dos libros. Antuerpiae. Anno 1568. Si tiene el de (ilegible) es necesario hacer en él lo que anda el expurgatorio. Folio 36. Eclesia«.37 Ciertamente, estas listas son resultado de la práctica del canon bibliográfico compartido entre una comunidad de interpretación como una forma de ordenar ese universo libresco.

Este canon fue una especie de regla desarrollada desde el siglo XV con la intención de organizar y compartir información bibliográfica, no sólo entre comunidades de interpretación sino también entre las gentes del libro. Un buen ejemplo de este intento normativo se encuentra en la revisión que hizo la Congregación del Índice vaticana, entre 1599 y 1600, de las bibliotecas de las ordenes religiosas de Italia. De esta acción resultó un minucioso inventario de libros y manuscritos que estaban disponibles para la lectura de esos religiosos.38 Ahora bien, Thomas Duve describe a una |comunidad epistémica como el grupo que comparte y emplea el mismo tipo de conocimiento como el Derecho, la Medicina o la Teología.39 Entonces, ¿las gentes del libro pueden ser considerados algún tipo de comunidad epistémica? o ¿ese tipo de comunidad implicaría niveles de comprensión de ese conocimiento específico?

De esta manera, sería diferente el nivel de conocimiento y el uso de la información entre un maestro de novicios en un Convento y un religioso que vivía en una comunidad indígena. En el primer supuesto, el maestro tenía siempre numerosas opciones de lectura y, en el segundo, estas se reducirían bastante. Esta diferencia la podemos apreciar justamente en las listas de libros y en las peticiones para su envío a territorios distantes. Estas listas o memorias se pueden dividir en dos tipos diferentes. Una, con mayores datos y, otra, con ligeras variaciones entre el registro de autores, títulos y lugares de impresión. En efecto, no tenemos una buena repuesta para explicar por qué algunas personas usaban un tipo de registro u otro. De cualquier manera, ambos representan una información invaluable para entender la circulación de libros en el pasado y son una herramienta invaluable para una posible definición o comprensión de los libros de derecho.

En este mundo de registros bibliográficos del periodo colonial, es evidente que se pueden identificar las más importantes obras que han sido reconocidas por la Historia del Derecho, aunque no exista una definición clara sobre tal literatura. Empero, para el caso novohispano no se han considerado como prioridad colecciones de juristas para delinear ese conjunto de libros. Entonces, ¿podríamos definir a estos libros como aquellos que son parte de la literatura normativa (en la que se ordenan aspectos de la convivencia social), y que manifiestan, definen y regulan el marco de la justicia como expresión del derecho (natural, divino y positivo)? Tal comprensión ampliaría nuestra búsqueda e incluiría otras obras que igualmente fueron usados para la construcción de ese orden social.

Además, hay otro aspecto fundamental para la historia de los libros: la edición en circulación y el número de ejemplares. La edición es la que recibe el acto de lectura. Ciertamente, el formato, el diseño de una página, el trabajo de un impresor, el papel y otras características de la materialidad de un objeto bibliográfico fueron importantes para los lectores. Las personas siguen escogiendo sus libros en función de esas peculiaridades. No obstante, tal elección también estaba determinada por la oferta del mercado libresco de su tiempo: libros nuevos, libros de segunda mano, distribución comercial o privada, rutas y redes comerciales.40 Por otro lado, los libros de la época que nos interesan fueron producidos durante el periodo de la imprenta manual y, por esa razón, cada edición podría presentar variantes y estados. Tales aspectos resultan fundamentales cuando se trata de rastrear un censo de los ejemplares de una obra específica, porque esas pequeñas transformaciones podrían afectar la transmisión de un texto.41

Un problema añadido es la correcta identificación de las ediciones del pasado en la documentación histórica. Una tarea que a veces es complicada y no únicamente por el canon bibliográfico empleado. Este es un aspecto sobre el que no hemos reflexionado, pese a que la historia del libro y de las bibliotecas, tanto como la historia del derecho, utilizan diferentes listas de libros para dar cuenta de las obras jurídicas que son características de una época o de una escuela. Por eso, combinar testimonios, como el inventario de Ramírez y otros similares, es bastante útil porque en algunos casos tienen abreviaturas de títulos y ciudades como se uso en otros testimonios. De igual manera, autores, obras y ediciones que tenemos localizadas porque contamos con datos más precisos, permiten identificar obras y autores en registros con menor información.

Esa es la premisa con la que hemos trabajado, en una investigación dedicada a las bibliotecas privadas de la Nueva España, la cual evidenció que en el territorio se habían usado indistintamente las dos formas del canon bibliográfico a las que nos referimos.42 Sin embargo, esas evidencias fueron testimonios procedentes del siglo XVIII que responden al trámite inquisitorial reglamentado en 1632. Este procedimiento reconocía la venta de bibliotecas de |difuntos como una práctica cultural frecuente, por lo cual obligaba explícitamente a herederos, albaceas y libreros interesados a entregar una relación de esos libros para autorizar su venta. Este tipo de comercio alimentaba un mercado de segunda mano bastante vigoroso y posibilitaba la circulación de libros prohibidos que habían sido previamente autorizados para su lectura.

Sobre esa base, trabajamos las otras memorias de libros de los dos siglos anteriores y que responden al otro proceso inquisitorial mencionado líneas atrás. El valor de estas evidencias no sólo es su temporalidad, porque son anteriores a los documentos de O’Gorman, sino la rica información que aportan para conocer el abastecimiento y demanda de libros jurídicos en el territorio novohispano durante la primera época colonial. Para esta propuesta no usamos todas, sino un conjunto fechado entre 1585 y 1629, que se corresponden con 19‍‍‍ lectores y 11 libreros o mercaderes de libros. De estos 30 testimonios, 22 tienen prácticamente toda la información necesaria para ubicar una edición. En‍‍‍ total estas memorias arrojaron el registro de 1,369 obras en circulación.

En este conjunto, ¿cuáles son los libros de derecho o la literatura normativa que estamos buscando? ¿Cómo debemos seleccionarlos? ¿Por un catálogo o enfocándonos en las lecturas de un profesor universitario? Esta es la complejidad a la que nos hemos referido, que es mayor cuando enfocamos la atención en las ediciones registradas. Por ejemplo, las tres ediciones de vocabularios jurídicos:

Vocabulario utriusque Juris lugduni apud Jabus Mith. 1535
= Antonio de Nebrija (1444–1522), Vocabularium utriusque iuris […], Lugduni: apud haeredes Iacobi Iuntae: Iacobus Forus excudebat, 1559 (CCPB000268319-9). No hemos encontrado ejemplar conservado de la edición registrada.

Yten Vocabularium etrius Juris emendatum id auctius quam lingua cinter opera Alexadr. Scot ic. lugduni apud horatium cardon CIC .DCIIII
= Alexander Scot, Vocabularium vtriusque iuris, emendatius et auctius […], Lugduni: apud Horatium Cardon, 1604 (CCPB000413153-3)

Bocabulario de ambos derechos impreso lugduni año MDLXXIX [1579]
= Vocabularium iuris vtriusque. Huic singulas a lexico […], Lugduni: apud Simphorianum Beraud, 1579 (IT\ICCU\RLZE\037755).43

Estos diccionarios son disciplinares y especializados, de ahí que no sea extraño que los dos primeros pertenecieran a dos bachilleres: Juan de Aguirre y Juan de Arciz. Mientras que el tercero perteneció al agustino Juan de Montemayor. Tenemos otro registro »Yten vocabulario juris«, ¿a cuál de esas ediciones podemos atribuir este otro vocabulario? No tenemos ahora una respuesta definitiva a este tipo de preguntas, pero entre más ediciones identificamos se reducen las posibilidades de otras obras y ediciones.

Así, si seguimos a los historiadores del derecho que ya han identificado autores y obras del derecho, en esta documentación mencionada encontramos ediciones de las obras de Diego de Covarrubias y Leyva, Martín de Azpilcueta, Luis de Molina, Domingo de Soto, Pedro Núñez de Avendaño, Alfonso de Acevedo, Jodocus Clichtoveus, Filippo Decio, Konstantinos Harmenopoulos, Giacomo Menochio, Tomás de Mercado, Juan Yañez Parladorio, Gabriel de Monterroso y Alvarado, Juan de Hevia Bolaños, Alonso de Villadiego Vascuñana y Montoya, Prospero Farinacci, Garzía Mastrillo, y Jerónimo Castillo de Bobadilla, entre otros más. Evidentemente son estas ediciones del Concilio de Trento, ordenanzas, las Decretales, y legislación española.

Consideraciones finales

Las ediciones de estos testimonios relacionados con la literatura normativa son 150, más 12 registros que no hemos logrado identificar y que, suponemos, pertenecen a esta disciplina y un manuscrito interesante: »Otro de iustitia et iure del Padre Hortigosa«. Esta información la hemos ingresado en KOBINO, una base de datos bibliográfica diseñada para identificar ediciones antiguas en documento históricos novohispanos y relacionar ese dato con algún ejemplar todavía conservado en repositorios contemporáneos.44 Se trata de |un proyecto en desarrollo que nos permite facilitar el manejo de este caudal de información bibliográfica. Por eso, mencionamos a Castillo de Bobadilla, lo que resulta ideal para mostrar la problemática de las ediciones entre los libros de derecho, porque también es un autor reconocido por sus aportaciones entre los juristas.45

Hasta ahora, en toda la documentación recuperada entre los siglos XVI y XVIII, identificamos en circulación siete ediciones diferentes de su obra Politica para corregidores y senores de vassallos: Amberes (1704, 1750), Madrid (1597, 1649, 1759 y 1775) y Medina del Campo (1608). Aquí encontramos la primera edición que se mandó expurgar por el Santo Oficio. ¿Es este un libro de derecho? Sí, es un libro pragmático de literatura normativa de amplia circulación en el mundo hispánico. Otra obra de impacto es la que corresponde al jurista español Diego de Covarrubias y Leyva, de quien encontramos cinco de sus ediciones en circulación (1592, 1594, 1614, 1638, y 1762), además de seis ediciones de comentarios e interpretaciones a su trabajo. Covarrubias es un autor reconocido en la historia del derecho como miembro de la Escuela de Salamanca.46

Cada una de estas ediciones se relaciona con un poseedor y todavía falta información por procesar. Es interesante reflexionar sobre estas ediciones en las colecciones novohispanas, especialmente porque es un aspecto que no se ha considerado en otros textos relacionados con la circulación de libros en este territorio. La lista más completa de obras y autores con la que contamos es la de Luque Talaván con 1250 títulos para el mundo indiano,47 pero que no registra ni a todos los autores que publicaron temáticas jurídicas ni contempla todas las ediciones que estuvieron presentes en la Nueva España. Por ejemplo, no contempla a los juristas Sebastián Brant y Manuel Román Valerón, entre otros, de quienes encontramos ediciones y ejemplares de sus obras: la Expositio titulorum (1526, 1587 y 1619) y el Tractatus de transactionibus (1664, 1665, 1681 y 1757).

¿Cómo explicamos este fenómeno frente a la apropiación y lectura de los textos jurídicos? ¿Existen diferencias sustanciales entre esas ediciones? ¿Las características materiales de una edición determinaban la elección de un poseedor? ¿O son esas ediciones resultado de la oferta disponible en el mercado local de libros? En el grupo de poseedores que hasta ahora integramos para representar a los juristas tenemos dos oidores, tres bachilleres, un abogado y un prebendado. Es decir, el entorno ideal para encontrar libros de derecho, que se abastecía de un mercado local asociado a las redes europeas del libro. Por eso, creemos importante integrar las colecciones de los juristas que no fueron consideradas en estudios previos para delinear mejor este universo disciplinario. Esta es una tarea que pretendemos hacer con un conjunto de‍‍‍ memorias que, hasta ahora, se compone de 32‍‍‍ testimonios entre los siglos XVI y XVIII.

Estas memorias dan mejor cuenta de los libros que circulaban en esa comunidad epistémica integrada por los juristas que trabajaron en la Nueva España, como Antonio Caldera de Mendoza, todos letrados que contaban algún tipo de formación universitaria. Ese conocimiento disciplinar lo encontramos también en las bibliotecas institucionales de las órdenes religiosas, colecciones que igualmente se están integrando en KOBINO a través de proyectos específicos. Ciertamente, existen investigaciones que trabajan con la circulación de libros en este territorio. El problema es que no se comparten los datos y, que no se trabaja con bases bibliográficas diseñadas en los principios del acceso abierto. Sólo así se construye un espacio colaborativo a largo plazo. No obstante, con la información que estamos compilando en KOBINO podremos determinar qué literatura normativa llegó al territorio y cuál se vendió en el mercado local. Y lo que nos resulta más interesante, es que podremos determinar el impacto de ciertas ediciones por la tendencia que se encuentra en los testimonios.

También interesa comprender las dinámicas del mercado del libro en un territorio tan vasto como el novohispano. De los libreros y mercaderes depende una parte del abastecimiento de libros, el otro es el de segunda mano con sus diferentes características. En ese mercado, tenemos dos tendencias claras que definen la distribución de tan particular mercancía: eslabones familiares de redes internacionales asentadas en el territorio y otros aventureros que buscan una oportunidad en un |mercado apetecible. Para unos fue un gran negocio y, para otros, un desastre monumental. Lamentablemente, de todas esas ediciones que da cuenta del testimonio del pasado, no quedan ejemplares conservados en México y, a veces, en el mundo. Este es el terrible resultado de un proceso de destrucción y saqueo que comenzó con las bibliotecas jesuitas, y que todavía no podemos decir que se ha terminado.

Finalmente, parece necesario entender el uso que se daba en esa comunidad epistémica para construir un concepto funcional en los estudios de historia del derecho. Es difícil, por ahora, obtener más respuestas de las que aquí esgrimimos. Entre más evidencias compilemos, tanto bibliográficas como documentales, podremos entender mejor la mecánica de los libros en una disciplina con fronteras nebulosas. Ese concepto para »libros de derecho« sólo puede ser resultado de un trabajo colaborativo entre la Historia del Derecho y la Historia de los Libros. Todo un desafío para el que se requieren enfoques y metodologías interdisciplinarias y una constante negociación.

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Notes

1 Barrientos Grandón (1993) 11.

2 Darnton (2008) 136.

3 Luque Talaván (2013) 184.

4 Hoeflich (2002–2003) 87.

5 Vargas Valencia (2018).

6 Luque Talaván (2003).

7 Van Ittersum (2011).

8 Panzanelli Fratoni (2020) 70–73.

9 Dauchy et al. (eds.) (2016).

10 Luque Talaván (2003) 76–78.

11 Beck Varela (2018).

12 Hespanha (2008).

13 Danwerth (2017) 361.

14 Osler (2005).

15 Duve (2016) 12.

16 Fernández del Castillo (2014) y O’Gorman (1939).

17 Verger (1997) XIII.

18 Diccionario de Autoridades (1734), vol. IV.

19 Biersack (2009) 45.

20 Pelorson (2008) 13.

21 Malagón Barceló (1959) 11; O’Gorman (1939).

22 Agüero (2014) 6.

23 O’Gorman (1939) 681–683.

24 Luque Talaván (2003) 182–183.

25 Hespanha (2008) 38.

26 Carabias Torres (2012) 148 y 152.

27 Entrambasaguas (1943).

28 Tau Anzoátegui (2011) 16.

29 Ramírez de Prado (1660), fol. 1r.

30 Ramírez de Prado (1660), fol. 3r.

31 Pino (1758), fol. 11v.

32 Rueda Ramírez (2017) 459.

33 O’Gorman (1939).

34 Juristas (en folio, en cuarto, en octavo y el doceavo), Lagua (1768), fol. 79r–88v.

35 Osorio Romero (1986).

36 Lagua (1768), fol. 79r.

37 O’Gorman (1939) 808.

38 Borraccini (2014) 179.

39 Duve (2016) 8.

40 Raven (2015) 147.

41 Moll (2011) 27–46; Osler (2005) 18–19.

42 García (2020) 167–169.

43 Montemayor (1612), fol. 2r; Arciz (1622), fol. 1r; Aguirre (1629), fol. 301r.

44 Catálogo disponible en: https://libant.kohasxvi.mx/cgi-bin/koha/opac-main.pl.

45 Danwerth (2016).

46 Giuliani (2016).

47 Luque Talaván (2003) 259–638.